domingo, 31 de enero de 2010

El verano más largo del mundo.

"No me olvides nunca", repetía incesantemente día tras día, verano tras verano una y otra vez. No se cansaba de hacerme ver que le tenía, que estaba allí, que eramos y seremos verano, primavera y recovecos de invierno toda la vida.
Pero dejó de hacerlo ese día. El día en el que ocurrió lo inesperado. Lo que le hizo pensar que sus suplicas se habían derruido en sueños. Todo se había ido con nuestro verano, nuestra primavera y aquel inevitable invierno. Ahora éramos dos. A partes iguales. Dos trozos de brisa de mar que ya no olían a salitre.
Desde aquel día en el que ya no era su mano la que cogía, ni su labios los que miraba y me quemaban en sombras, él no volvió a repetirme sus cuatro palabras. Ya no volvió a pedirme que nunca le olvidara. Porque se sentía olvidado. Y me lo repetía una y otra vez cada día al mirarme a los ojos y extrañarse por descubrir los míos entrelazados a los suyos.
Poco después volví a él. Volví desde tan lejos para decirle aquellas cuatro palabras que tanto había esperado: "Nunca te he olvidado". Y allí nos quedamos, en nuestro verano, en nuestra primavera, sumidos en nuestro letargo de invierno. Y supe que él era mi único destino. Era el único porqué que conseguí resolver en toda mi vida.
Mueren las flores sin encontrar un objetivo en la vida. Mueren cajeras de supermercados, mueren niños sin sonrisas. Mueren corazones asfixiados, y músicos de guardia. Muere el día, la noche. Y yo que tengo lo que quiero, no muero, pero es el momento más digno para morir. Habiendo conseguido la única certeza de que existe el verano más largo del mundo.

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granitos de arena que se cuelan entre las sábanas