domingo, 31 de enero de 2010

16 de julio de 2010

A veces, cuando se formaban remolinos en el agua y salpicaban las olas de espuma, era capaz de bañarse. Yo prefería quedarme en la orilla y contar las piedrecitas que tenía a mi alrededor. Si alguna vez tiritaba le esperaba en la toalla y me tapaba con la suya. Luego venía y sonreía al verme congelada a treinta y cinco grados a la sombra. Qué distintos.
Por las tardes gastaba las horas con aquella guitarra roja en espiral, y cantaba canciones tristes de aquel verano. La brisa le acompañaba y le hacía el ruido de fondo. Un día tocó una de mis canciones favoritas sin darse cuenta. A veces te miraba y ponía la sonrisa más grande del mundo. A veces se escondía y decía que eran días tristes.
Aprendí a hacer pulseras en aquel taller, y una de las primeras fue para él, para que no me olvidara en mucho tiempo. Le hice una tobillera de esas cutres que llegan a ser bonitas si te gusta el verano. Creo que a él algún día le pareció bonita. Y no se la quitó.
Volví a casa con muchas cosas vacías y una púa que apretaba fuertemente en el puño. A veces pienso que podríamos volver. A veces me gusta recordar la fuente en la que nos conocimos cantando aquello de "tengo personalidad adictiva..." , cuando significaba algo.
Después de varios años, que se hicieron eternos e inolvidables, seguíamos sabiendo de nosotros. Él sabía que su púa andaba aguantando como podía otro verano más, aunque resquebrajada por el uso, y yo, supe que la tobillera había dicho adiós a su tobillo hacía pocos días.
A lo mejor ya no existía otro verano más. A lo mejor era el fin de los días perdidos.
A veces pienso lo inútil que son las predicciones. Nunca aciertan ni se llevan un trocito de lo que pudo ser. Sería inútil pues, pensar que su guitarra roja en espiral y sus ojos ardientes ya no volverían a las playas del origen de ese verano.

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granitos de arena que se cuelan entre las sábanas